31/1/06

·BUENOS

Son las ocho de la mañana, el sonido del despertador es el principal protagonista, hasta que alguien le hace callarse de golpe, mi mano. Me intento despertar con su estridente sonido, me incorporo y me dirigo sin encender la luz, a través de la oscuridad que reina en mi habitación, a abrir la persiana, para decirle adios a la ocuridad, y darle los buenos días a la claridad.

Las ocho y veinte cuando salgo del portal de casa. Me dirigo medio moribundo, por el sueño, al metro, ese transporte que existe y que, aún siendo un servicio público, es un horror. Espero impaciente que llegue ese tren de vagones, y mientras voy mirando a mi alrededor a las personas que, como yo, se han levantado temprano para acudir a sus respectivos puestos de trabajos, y contemplando sus caras, sin que se note que les miro.

Entro en el vagón, y mi vista se enciende como los focos de un coche cuando es de noche y vas solo por la carretera, esa carretera oscura, sin ninguna luz a lo lejos... Empiezo a despertarme, y empiezo a ver a la gente como va, entre bostezo y bostezo, intentando leer el diario sin dormirse en el intento hasta que llego a mi parada, aquel momento en que todos los que estamos en el vagón esperamos; en cuanto se abren las puertas, la manada de gente sale precipitada hacia el andén y acto seguido a las escaleras que acercan al exterior.

Llegan ya las doce de la noche, momento en que ya mi cuerpo me pide que le de un respiro, y que le busque un sitio donde acomodarse unas cuantas horas, y yo, para no discutirme con él, le concedo el deseo, y nos dirijimos, yo y mi cuerpo a la cama, donde, es ahi donde me relajo y consigo soñar con cosas imposibles, que me llenan la noche de felicidad, hasta la mañana siguiente.

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